Ruth Morton nació en Uruguay. Es hija de británicos y fue una mujer clave en las tareas de espionaje de Gran Bretaña durante la Guerra de Malvinas en 1982 desde una base en Mar del Plata. Sin embargo, su tarea no inició allí, sino que tuvo una experiencia previa en la Segunda Guerra Mundial.
Morton tiene 97 años y decidió hablar por primera vez de una etapa de su vida que guardó en el absoluto silencio: ni su esposo ni su hija supieron que trabajó para la corona británica en el medio de uno de los conflictos más trascendentales del siglo XX.
Después de al menos 43 años, la mujer decidió contar su historia. Para eso, contactó al periodista Graham Bound, quien es el fundador de Penguin News y amigo de su familia. Ella es uruguaya, pero nunca tuvo problemas en tomar la ciudadanía de su familia. “Yo solía decir que era inglesa. Recuerdo que a mi madre no le gustaba que fuera amiga de los niños de al lado porque eran uruguayos”, aseguró.
Sus padres eran inmigrantes que llegaron a Argentina con un prontuario en tareas de espionaje. Su padre era empresario y reclutó a sus dos hijas mayores para hacer tareas de comunicación secreta en la Segunda Guerra Mundial. Cuando estalló el conflicto bélico, él trabajaba en las Oficinas Centrales del Ferrocarril de Montevideo, lugar que rápidamente se convirtió en un brazo de inteligencia británica.
“ Uruguay era un centro de actividad porque se había convertido en uno de los principales proveedores de grano, carne, cuero y lácteos para Gran Bretaña”, afirmó Ruth en diálogo con Penguin News, al tiempo en el que precisó que uno de los mayores puntos de encuentro de espías en el país era el café Oro del Rin.
Ella recuerda a su padre como un hombre que “conocía su deseo de ser útiles para la causa” y que decidió reclutar a sus hermanas mayores para hacer trabajos de comunicación: “Sabía que serían buenas para ese trabajo. Estoy segura de que el hecho de que hablaran ambos idiomas fue una gran ventaja”.
Con apenas 11 años, Ruth sabía que vivía con una familia dedicada al espionaje y entendía que debía guardar discreción con la información que se recibía en su casa. De hecho, contó que era ella quien más de una vez debió atender el teléfono de la casa y anotar cada indicación que le expresaba la voz que estaba del otro lado del teléfono. “A veces no sabía lo que estaba recibiendo o transmitiendo, pero tenía que hacerlo palabra por palabra, debía recordar cada palabra y transmitir los mensajes”, contó en la entrevista.
Ya entrenada en el arte de la discreción, fue contratada por su propia hermana mayor, de nombre Miriam. En ese momento, esta mujer trabajaba en la embajada británica en Montevideo y decidió que su hermana podría ser de ayuda en la recolección de información. Corría el año 1982 y Argentina y Gran Bretaña formalizaron la guerra por la soberanía de las Islas Malvinas.
Ruth recuerda a su hermana en el rol de jefa: “Sabía lo que se necesitaba y se dio cuenta de que yo sería menos sospechosa, así que me mandó”, recordó, al tiempo en el que detalló que sus principales tareas se basan en la vigilancia del movimiento del submarino ARA Santa Fe, ARA San Luis y ARA Santiago del Estero. Su misión tenía base en Mar del Plata, cuyo punto de vigilancia era un edificio en ruinas que le causó algunas lastimaduras y una pérdida especial.
El edificio estaba sobre la ribera del mar, “era arenoso, sucio y sumamente incómodo porque no había espacio”. Una vez que ingresaba al inmueble, debía arrastrarse para llegar a un sitio donde tenía una “vista perfecta de los submarinos a solo unos cientos de metros”. “Me salieron ampollas en las rodillas y codos de tanto arrastrarme, pero fue al principio, luego me acostumbré”, recordó.
Toda la información que recolectaba de sus avisajes debían ser reportados a un superior anglouruguayo como ella, que usaba el seudónimo “Claire”. Pero esa transmisión no era nada sencilla, sino que debía cumplir con un estricto protocolo de seguridad que consistía en tomar al menos dos autobuses y usar un teléfono público para comunicar la información. “No estaba muy emocionada”, reconoció al momento de recordar el minucioso reglamento, pero sí aseguró que lo único que debía hacer con estricta rigurosidad es “tener mucho cuidado en hacerlo palabra por palabra”.
Este contacto no era del agrado de Ruth. No le caía bien. “No me gustaba esa persona y yo no le gustaba a esa persona y finalmente desapareció”, rememoró, al tiempo en el que contó cómo fue esa instancia posterior en la que no tenía a quien reportar la información recolectada: “No debía, pero tenía un número que no tenía que usar, pero como el intermediario había desaparecido, me arriesgué y lo usé”, explicó.
La desaparición física de Claire no solo provocó un vacío de dirigencia, sino también económico. No tenía sustentos para seguir con la operación, así que debió tomar medidas: “Tejía gorros que decían ‘Mar del Plata’ y se vendían como pan caliente”, dijo, y su problema se solucionó lo suficiente como para continuar un tiempo más.
En ese período post Claire, Ruth conoció a alguien especial. En el medio de las ruinas de su base de operaciones, se encontró con un carpincho que fue su amigo hasta el final. “Era muy sociable y compartíamos bocados. Era un animal viejo y muy amigable. Olía mal, pobre. Olía muy mal, pero era simpático”, recordó sobre el roedor. Sin embargo, su tiempo duró poco: “Una noche, un barco en el mar disparó justo al sitio donde estábamos y alcanzó al carpincho entre los ojos y no supo nunca qué lo golpeó. Simplemente cayó. Cayó al agua. Sí, me salvó la vida porque podría haber sido yo”.
Luego del episodio del disparo, su nuevo contacto le ordenó que abortara la misión y regresara a casa. “No había nada que hacer”, reconoció en diálogo con Penguin News. Muchos años después de haber finalizado su trabajo, recibió un reconocimiento de las fuerzas británicas que la molestó. “No quería ningún reconocimiento, lo hice porque pensé que era lo correcto y no esperaba ninguna retribución”, dijo.
